Lutgardo García Díaz 2015

El tiempo vivido

La semana pasada murió Bécquer

(…)Seguimos en San Lorenzo. Allí imaginamos al niño Gustavo Adolfo en brazos de su padre o de su madrina –Manuela Monnehay, hija de un perfumista francés de la plaza del Duque- camino de la pila bautismal de la Parroquia; o jugando a los dieciséis meses de edad con un perrito en la casa de Conde de Barajas, donde está retratado al carboncillo por su malogrado padre, José Domínguez Bécquer. Pero también recordamos a sus descendientes poéticos, la estirpe de Bécquer como se le ha venido a llamar: y ahí está Rafael Montesinos cruzando la plaza camino de la calle Rioja desde donde sale su Virgen del Valle, cuyo llanto contempla junto a Manuel Lozano.

O Fernando Ortiz, ejemplo de una vida entera dedicada a la poesía, quien escribió, a propósito de la plaza:

En el viejo barrio
oyó las campanas
repicar el niño
con su voz de agua.

Estamos en ella la mañana del Viernes aguardando el rostro lacerado del Señor. Las golondrinas hacen rechinar las bisagras del alba. Una madre asoma al hijo por la ventana entre las rejas… Un niño que para mí sigue siendo el pequeño Gustavo Adolfo, mi viejo amigo…

LIII

VOLVERÁN las oscuras golondrinas
la mañana de abril a coronar
y otra vez, en la plaza de mis sueños,
la luz anunciarán;

pero aquellas, Señor, que circundaban
cuando mi padre y yo vimos pasar
tu rostro reflejado en los cristales,
esas… ¡no volverán!

Volverán los jazmines, de las calles
donde pasas, las tapias a escalar,
y otra vez, en el alba, al presentirte
sus flores abrirán;

pero aquellos que un día respiramos
al verte desde lejos caminar,
descubriendo tu cara entre las ráfagas,
esos… ¡no volverán!

Volverán otras manos a mis manos
para hacerme sufrir, vivir y amar…
y, al ver que van pasando madrugadas,
sus manos crecerán;

pero como esas manos me elevaron
para que viera un día a Dios pasar,
como esas manos, padre, me quisieron,
así no me querrán!

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Una medalla

RECUERDO bien una medallita de oro que –uniendo dos devociones- tenía en una cara la imagen del Señor del Gran Poder y, en la otra, la de la Esperanza Macarena. Dice Luis Rosales que “la palabra del alma es la memoria”. Yo me introduzco en un tiempo que me pertenece y, buscando la palabra del alma, me asomo a esa medalla, como quien se asoma a un pozo mágico, para ver hoy al Señor del Gran Poder. Ante Él se han casado, han sufrido y han nacido tantos sevillanos. El Señor con túnica persa de las fotografías coloreadas en los establecimientos, el que preside los azulejos con lamparitas encendidas en las noches de niebla. Al verlo, cada Viernes Santo, decimos como San Pablo “si este Dios está con nosotros, quién puede estar contra nosotros”.

Esta noche, Gran Poder
A Antonio Burgos

MADRUGADA de Dios entre las calles. Honda noche de cera y de silencio. Por la calle con luna en los balcones, van llegando los viejos nazarenos de ruán con los cirios extendidos, y una oración callada en los adentros. Aún el amanecer no se insinúa, mas canta equivocado aquel jilguero en la jaula colgada del balcón donde la cera quema sus reflejos. En el aire ya va la cruz de guía, traspasada de clavos, y flagelos, llevada por las mismas gruesas manos que en la larga estación de los recuerdos. Sabemos que Él vendrá, que es primavera, que se ha hecho de noche en San Lorenzo, y se escucha el reloj dando las horas a través de balcones entreabiertos donde se asoman sombras misteriosas, que contemplan, calladas, tras los cierros.

Sabemos que Él vendrá, que es primavera, lo dice el corazón, en su recuerdo que, contando las hojas de almanaque, emerge madrugadas que se fueron.

Al final de la calle los ciriales van haciéndole sitio al Nazareno que despliega el compás de su zancada a través de la bruma del incienso. La canastilla suena a cada paso. Las ráfagas la encienden por momentos. Viene Dios con pisada decidida, su túnica mecida sobre el viento. Las almendras convexas de sus ojos, tiernamente inclinadas, en el tiempo avanzan proclamando entre el rocío: “Yo soy el Mesías y el Cordero”. Una gota de sangre de su frente dibuja por su carne un riachuelo. Los trigales de luz de sus potencias se clavan en la umbría de su pelo. Sus dedos violinistas se han posado con frágil ademán en el madero, lo tañen con ternura inusitada, lo llevan con amor en el silencio. Sus pómulos dorados como el vino, asoman entre rizos cenicientos, el alba de sus párpados tranquilos acentúa la curva de su ceño. Su cabeza es un busto de pasiones que combaten prendidas de su cuello: la ternura, la fuerza y mansedumbre, el hombre está con Dios en dulce duelo, la miel se está aliando con la espina, la nieve está fundida con el fuego, armonía de fuerzas enfrentadas, marejada de amor y sentimiento que en la playa tranquila de la noche amansa el rompeolas de su cuerpo.

Madrugada de Dios entre nosotros. Noche eterna de espartos y silencios. De cruces abrazadas en penumbras, de palios de cajón que van discretos a paso de mudá buscando al Hombre que carga con el peso del madero. Ya se aleja el Señor entre unas calles donde abren los cerrojos del día nuevo. La noche le ha trenzado una corona con la plata fugaz de los luceros. Nuestros ojos cansados se preguntan si es real o si ha sido todo un sueño. Y en el íntimo altar de nuestros labios, se ha encendido, por Él, un Padrenuestro. Madrugada que vive en nuestras vidas. Otra vez pasa el Dios de San Lorenzo.