Manuel Chaves Nogales – La Ciudad

La CiudadEnsayos  1921

Va cayendo la tarde; en los aledaños de la iglesia hay unas casitas pobres, viejísimas, con sus caras lavadas y sus zaguanes aljofifados. De ellas salen, a medida que las sombras se acercan, unas temblorosas viejecitas, el catrecillo bajo el brazo y el rosario entre los sarmientos de sus manos. Van pegadas a las paredes, fundiéndose en la sombra, hasta trasponer el atrio de la iglesia y arrellanarse en un rinconcito de la capilla donde se venera a Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, para permanecer allí amodorradas, musitando sus preces eternas… «Padre Nuestro, que estás en los cielos…»

Capuchinas, Eslava, Martínez Montañés, Caldereros, Teodosio, Santa Clara, Panecitos. Calles recatadas y silenciosas del barrio de San Lorenzo, sobre las que Jesús del Gran Poder hace pesar su poderío; calles, que viven casi exclusivamente de la preocupación religiosa, y mantienen en su ámbito la devoción latente, exaltada, como sentimiento único, como norma exclusiva de todo su vivir.

Cuidan de mantener esta preocupación las viejucas atemorizadas, las campanadas claras del reloj de la iglesia, que también tiene su inquietante leyenda, y el silencio mismo de estas calles, que fuerza a la meditación, a una vida interior, intensa, atormentada por los sufrimientos eternos de Jesús, que el genio de Montañés supo hacer inconmensurablemente fuerte, para que fuese inconmensurablemente dolorido.

Todos los viernes del año hay un incesante desfilar de devotos hacia la iglesia de San Lorenzo, durante las horas de oración. De los barrios extremos, de toda Sevilla, llegan los grupos de mujeres, que se arrodillan unos minutos ante la imagen, para balbucear sus preces. ¿Cómo siente Sevilla la devoción hacia Nuestro Padre Jesús del gran Poder? Es indefinible; para el observador extraño, será siempre un misterio este movimiento impulsivo de nuestro pueblo hacia el Nazareno de Montañés.

Es una fe ciega, indestructible, más allá de los imperativos teologales y de la misteriosa atracción de las supersticiones. Adoran estas almas débiles, debilitadas, de los sevillanos, tanto al Dios, como al hombre extraordinariamente poderoso, símbolo de la fortaleza y el dolor, que supo crear el prodigioso imaginero, para pasmo y dominación de estos espíritus fluctuantes, estos caracteres difuminados, estas almas combatidas por tan diversos requerimientos; la ciudad entera viene una vez por semana a cobijarse en esta iglesia, bajo ese Gran Poder indefinido, esa suma total de potencias divinas y humanas.

La capilla donde se venera esta imagen, es la sensación más fuerte, más definitiva, que hemos recibido de la devoción de un pueblo. La iglesia fría, ensombrecida, hace resaltar la luz, la vida de esta pequeña capilla, refulgente, cálida, calor suave de oraciones ininterrumpidas, que unos labios comienzan, otros continúan y ningunos cierran, como una sola y compleja manifestación de  piedad.

En la soledad del templo, la capilla del Gran Poder, creada por la Hermandad, vivificada por el sentimiento popular, más cercano a sus hermandades que a sus parroquias, promueve la sensación de una sola llama encendida por la piedad y el temor; llama en la que van consumiéndose los corazones como la cera de las candelerías.

Tiene, además, esta imagen la reverencia que le otorga el ser la más fuerte emoción de nuestra Semana Santa. La salida procesional de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, deja en el ánimo tal sensación de poderío y sublimidad, que durante todo el año, la visión grandiosa de los hieráticos penitentes perdura en el sensorio de quienes los vieron pasar, sobrecogidos, aterrorizados por el escalofrío de la madrugada y la nota desgarrada de una saeta.